Tan solo 4 horas de trabajo al día

El contrato me dice que trabaje 7 horas y 21 minutos al día*. Pero, cada día que me siento a trabajar, mi objetivo es otro muy distinto: trabajar 4 horas, cronómetro en mano.

No es que me esté escaqueando de mis tareas. De hecho, considero que desde que intento meter 4 horas diarias (digo intento, porque no siempre lo consigo) hago mejor mi trabajo. No sólo eso: también tengo la conciencia más tranquila que antes, y consigo desconectar al acabar la jornada laboral. El quid de la cuestión está en tener una idea clara de lo que significa "trabajar". Espero que la discusión que sigue, a pesar de estar centrada en mi rol de investigador, pueda servirle a alguien. Yo la escribo con la convicción de que ha sido uno de mis mayores descubrimientos durante este doctorado. Ahí va.

Pongamos la siguiente situación, costumbrismo programil: Llevo un par de horas intentando encontrar y resolver un error en mi código. Me levanto, confuso y frustrado, y me voy a dar un paseo. Cuando vuelvo, la solución esta ahí, obvia, delante de mis narices.

Estaremos de acuerdo en que estaba trabajando durante esas dos horas de picar código, pero ¿estaba trabajando mientras daba el paseo? Si nos guiamos por lo que entendemos tradicionalmente por trabajo, no; si nos guiamos por una medida directa de la producción, sí, y más que en las dos horas anteriores. Algunos responderán que su opinión depende del contenido de mis pensamientos durante el paseo: que si estaba dándole vueltas activamente a cómo solucionar mi problema, todo ok, pero que si estaba pensando en el cumple de la tía Paqui y lo mucho que le gustan las ¡uy qué perrito más mono!, entonces no. Pero creo que la mayoría de vosotros, más empáticos y progres, me diría que sí, que no os extraña que andar pueda ser una parte importante del trabajo cognitivo. Por eso os pongo un caso más difícil.

Una vez más, me levanto frustrado tras dos horas de "trabajo" con mi código y me voy a dar un paseo. Durante el el paseo pienso en mi tía Paqui y en el perro cuqui. Pero esta vez, cuando vuelvo, el problema es tan imposible como antes de que me hubiera ido. No he avanzado nada. ¿He trabajado esta vez al dar el paseo? Sigamos un poco: resulta que después de comer me echo un ratito y al levantarme encuentro una solución al problema que me ahorra días, qué digo días, semanas, de trabajo. ¿Estaba trabajando mientras dormía?

La idea de que la jornada laboral consta de 8 horas puede que tuviera sentido en una fábrica inglesa de primeros del XIX**, pero no se ajusta a muchos trabajos de hoy en día. El problema es que la productividad del trabajo cognitivo no escala linealmente con el número de horas que ejercitamos el cerebro, a diferencia de lo que sucede con los otros músculos que hacen trabajos de robots en las fábricas de montaje. Del mismo modo que no hay paseo o siesta que incremente la producción de una fábrica, tampoco sirve de nada estar en la oficina aguantando a duras penas el sueño que produce ojear el vigésimo artículo del día hasta que suene la sirena, llegue el capataz y grite que es la hora del cambio de turno.

Eso no quiere decir que no haya correlación entre las horas invertidas en un trabajo cognitivo y su producto. Por supuesto, mi tia Paqui, jubilada y aficionada a las siestas y a los paseos, no va a solucionar los errores de mi código. Son precisamente las dos horas de trabajo previo las que posibilitan que una siesta mágica encuentre la solución. Esas horas son la condición necesaria -- pero a veces no suficiente -- para avanzar en el trabajo. Son esas horas las que cuento con mi cronómetro.

Para saber qué cronometrar, empiezo por fijar un objetivo laboral a largo plazo. Por ejemplo, escribir un artículo. Una vez tengo el objetivo, sólo cuento como trabajo aquellas acciones que contribuyan directamente a conseguirlo. Leer el email, mirar Twitter o tomar un café para hacer networking no van a hacer que publique ese artículo antes. Luego no son trabajo. Cambiar el tamaño de fuente, ir a una reunión obligatoria, completar una petición para asistir a un seminario, preparar una presentación, asistir al seminario, rellenar el formulario de una beca, dar un paseo, echar una siesta. Estos tampoco son trabajo. Lo único que cuento como trabajo, lo único que suma tiempo a mi cronómetro, es escribir algunas lineas en mi artículo, o buscar información relacionada, o pasarme dos frustrantes horas buscando errores en mi código.

Esto es lo que veríais, pues, si me mirárais por un agujerito en un día laboral. Siento mi culo en la silla. Pongo el cronómetro. Cuando me canso, miro el cronómetro. Si me parece que he hecho una sesión decente de trabajo (me impongo un mínimo de media hora), paro el reloj y descanso un rato. Repito el proceso hasta que llego a cuatro horas o hasta que noto que me supura el cerebro. Apunto el resultado en el papelito que habéis visto arriba. Y, al día siguiente, vuelta a empezar.

En última instancia, la definición de qué cuenta como trabajo es subjetiva. Y, sinceramente, rara vez he encontrado relevantes las disquisiciones internas sobre si una acción concreta debería contar o no como trabajo. En mi experiencia, basta con contestar intuitivamente y con honestidad a la pregunta "¿es necesaria esta acción para acercarme al objetivo?".

La idea de tener que "trabajar" ocho horas al día me resultaba opresiva. Y he descubierto que la opresión reside en la ambigüedad de lo que se entiende por trabajar. A menudo, a pesar de cumplir o incluso superar las ocho horas contractuales en la oficina, sentía que no había avanzado lo suficiente y que quizá debería sacrificar un poco de mi fin de semana. Ahora, en cambio, sé exactamente cuánto de mi tiempo lo invierto en tareas que acercan mis objetivos. Sé que al cabo de las cuatro horas puedo bajar la persiana y dormir tranquilo. Y ese es, probablemente, el verdadero valor de mis cuatro horas diarias. Porque la realidad es que para cumplirlas sigo teniendo que pasar 7 horas y 21 minutos en la oficina.


*Por si os llama la atención la precisión: eran 8 h al principio, pero 30 minutos son para la comida, y los 9 restantes se deben a que en un momento dado decidieron que se podían ahorrar un 0.02 % del trabajo diario individual.

** En el siglo XIX en EEUU las horas de trabajo diarias estaban más cerca de las 12 - 14 horas diarias. ¡Qué bien que nací tarde!